domingo, 1 de marzo de 2009

UNA MISMA MÚSICA, UN MISMO OLVIDO (Serafín Portillo)

“Ni mármol frío ni eterno, ni música ni pintura,/ sino palabra en el tiempo”. Así decía pretender Antonio Machado que fuera el ideal de la poesía. Sin embargo, es difícil imaginar una poesía sin música. El poeta sevillano, claro, se refería a los gustos del modernismo más parnasiano, ajeno a la sinceridad artística y humana que él buscó en su obra. Es sabido, sin embargo, que su admiración por la poesía de Rubén se mantuvo siempre. Y esa admiración fue mutua. Para el nicaragüense la música de las palabras era la esencia misma del poema. Rubén impulsó la mayor renovación literaria de las letras hispanas de todos los tiempos e inauguró la modernidad poética. Él mismo declara haber seguido el Arte Poética de Verlaine: “De la musique avant toute chose”. Y sin embargo la música es tiempo, ante todo. Pero el tiempo de que hablaba Machado era el tiempo mundano de la historia, del acontecer humano. Y el tiempo de Rubén era el tiempo de la palabra, de la escansión, del silabeo tímbrico y acentual del verso. Un verso que provenía de su antigua condición de frase musical, pues toda poesía en su origen no es sino la letra de una canción. De ahí esa denominación latina que sirve tanto para designar al poema como a la canción misma, carmen.
Con más motivo, toda la poesía occidental moderna proviene del renacimiento medieval acaecido en Lemosín hacia el siglo XII, la mal llamada poesía provenzal. Esa escuela, que había de entrar en decadencia hacia finales del XIII, nos fue entregada, desprovista de todo lastre feudal y reconvertida en idealismo neoplatónico, en el Cancionero de Petrarca. Ya el título lo dice todo. Y ese Cancionero había de influir toda la literatura europea hasta nuestros días. Aún hoy se siguen escribiendo sonetos. Y en general, la rima y el modo de composición de todo el estrofismo clásico no deja de ser una herencia de la inmensa investigación musical de los trovadores. Incluso en la poesía más libérrima se pude rastrear aquí y allá la musicalidad clásica -endecasilábica-; la combinación de la silva blanca, por ejemplo, tan presente en nuestros supuestos -a menudo sólo supuestos- versos libres. Algo que no deja de afectar a buena parte de la prosa literaria.
Para Octavio Paz, que meditó como pocos acerca de la esencia y alcance del tiempo en la palabra, este elemento rítmico y musical no es mero ornamento, sino la esencia misma del hombre expresándose en el texto. “El tiempo no está fuera de nosotros”, escribe, “nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos”. Pero el tiempo es a la vez nuestra condena y nuestra redención, Chuang-Tzu, el famoso taoísta chino tan querido de Paz, fue una de las figuras más inspiradoras de los dadaístas franceses, que veían en él a un precursor de Dada. Chuang-Tzu dice: “Para el sabio, la vida no es sino un acuerdo con los movimientos del cielo; la muerte, una faceta de la ley universal del cambio”. Cambio, esa es la clave. Lo mismo y lo distinto, el ritmo y la melodía. El filósofo chino se refiere al Yin y el Yang, los dos principios complementarios que fundan la condición alternante y dialéctica del universo. Esa tradición de la armonía de los opuestos o de la concordia de lo caótico tiene en los pitagóricos occidentales su mejor reflejo. No en vano, es el pitagorismo el que descubre las claves matemáticas escondidas tras la relación de frecuencia de los sonidos. Buscan una relación en la que se encierre la armonía universal, la música geométrica y aritmética del mundo. Número áureo, una relación entre dos segmentos, que en la cuerda de la lira se convierte en todo un tratado musical. Hasta las variaciones Goldberg, hasta las escalas dodecafónicas, Europa no descansará de buscar ese ideal a la vez estético y metafísico.
El equilibrio, la armonía, la oposición y la tensión entre complementarios, la igualdad y la diferencia crean las estructuras elementales de toda nuestra existencia. Nuestra angustia, nuestra alegría, nuestro modo de sentir o pensar, todo cuanto nos constituye está afectado por estas disonancias de la presencia multiforme de lo universal, que la poesía sin embargo consigue formalizar en un texto que es a la vez el reflejo de todo eso y su reducción a disposiciones más sencillas, más comprensibles para nosotros. Cuando un músico, por ejemplo, establece los armónicos de un acorde da sentido a un conjunto de sonidos que permanecían en el más completo e incomprensible caos del aire.
El rítmico fluir de una fuente, la lenta transformación de una criatura, nos son ajenos. En el fondo, aunque en ocasiones nos proporcionen cierto alivio, los sonidos y los ritmos del universo nos desbordan, ahogan nuestra capacidad de comprensión. No podemos comprender el lento encaje de una placa tectónica, el despliegue de un brote en primavera ni velocidad de la luz en las distancias siderales. Vértigo y pasmosa lentitud nos sobrecogen. En el poema, sin embargo, la música del agua que corre o la transformación de Leda nos son cercanos, están escritos en la música de los hombres y nos acercan al misterio de un modo más comprensible. Estoy pensando, claro, en el famoso soneto de Garcilaso. La transformación regresiva, pero también en Ozymandias, de Shelly, la transformación diluyente, el desgaste que somos. La desaparición en lo informe: de un modo u otro, todo lo que es tiempo brilla un instante en las formas para regresar al caos.
También en la narración hay un elemento musical; menos notorio, más subyacente, suele quedar obviado por el lector desatento, pendiente sólo de la evolución de la trama. Pero en ella, ritmo y melodía juegan el mismo papel que la sucesiva prosodia del metro silábico o la recurrente variación sintáctica del fraseo en la prosa literaria. En efecto, personajes, secuencias, leit-motiv, objetos y acciones, lugares o cambios y alternancias de tiempo, son elementos desde los que la imaginería narrativa elabora sus complicados mecanismos rítmicos y melódicos, no menos complejos a menudo que los que subyacen a las piezas musicales.
En el fondo, toda literatura no es más que un recurso musical, porque la cadena hablada es un engarce temporal, está hecha de tiempo y no puede escapar a esa condicíón fundacional de su ser y su existir. Una escultura de mármol, una pintura, pueden permanecer, idealmente, inalterables al tiempo, independientes de éste. Pero una frase musical o una frase verbal están hechas de tiempo, no discurren por él, sino que están constituidas como tales. En esa condición temporal nosotros y nuestras palabras somos una misma naturaleza. Una misma música, un mismo olvido.

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